1.2.11

Piedra

Hoy vuelvo a mis más profundas raíces. Escribir me delata, me hace un ser más libre, aunque en este mundo reinado por injusticias, parámetros y leyes que insultan a la esencia del vivir, queda tanto por hacer y demasiado que cambiar.

Cambiar el pasado no es mi propósito y menos el futuro. Yo vivo en el hoy, si es que algún día existió o existirá en mis recuerdos plagados de aromas, de caras y pasiones. Puedo percibir el salado gusto de tantas lágrimas que se perdieron, cada una importaba, cuánto las extraño… Ya no puedo llorar más, todo es un desierto, como yo misma. Hay algún horizonte en mi destino, por más que ahora pueda sonreír, siempre mirando al cielo, como buscando respuestas a mis vacíos infinitos. A lo lejos algo me llama, pero mis ojos tanto han derramado que no ven. Debería instintivamente seguir aquel canto, tal vez cruzarme de brazos y dejar que me lleve una de esas olas del mar, que como una fiera, no perdonan. Sí. Creo que todo sería más fácil de ese modo, simplemente sentarme y desperdiciar mi vida viendo cómo los árboles cambian de hojas, cómo sus troncos se ensanchan y envejecen. Los tiempos en este mundo son en vano, el que menos hace hace historia, y los que sólo contemplan las maravillas, saben celebrarlas y descubren la verdadera belleza hasta en la más pequeña roca, pero la gran masa no los entiende y parecen locos en su felicidad. La mente nos invade, nos llena, y por ratos nos traiciona como un ser salvaje, pero nunca nos deja. Las almas descienden, el sol se oculta y la muerte triunfa. Esa villana que a todos complace y convence, gana una vez más. Todos la aman, la anhelan. Con tanta alegría esperan su llegada y le brindan el mejor banquete. Sólo así nos damos cuenta de que vivimos más llenos de muerte que el mismo Diablo.

Estoy acá porque lo decido, porque me aferro a mis ilusiones y nunca las dejo volar, pues soy libre y escribir me hace fuerte. Como el mismísimo Diablo que le gana a todo el mundo la partida en determinado momento, como el infinito y relativo azul sobre nuestras cabezas, como el falso poder de los que quisieron dejar huella y llevarse lo intrascendente, y como los longevos árboles que en el jardín ajeno perduran. Buscan por mares la gloria… Yo busco una sonrisa en una gota de lluvia.

25.1.11

Puñete


Es otoño. Camino por el parque, piso una hoja, pateo una piedrita que estorba en el camino y pesadamente, como si costara soportar el gris eterno del cielo limeño, levanto la mirada. De pronto algo me dice que esa banca a la vista tiene algún significado para mí ¡Como si un par de tablas de madera pudieran hechizar y evocar los más profundos recuerdos! Escarbo en mi memoria, en mis interminables ilusiones y revive todo melancólicamente: mi persona, él y yo, aquella tarde de invierno.

Me acababa de preguntar si estaba triste, si algo tenía, pues claro, nadie sospechaba que lo que tenía era puro sufrimiento. Y lo peor (o mejor) de todo es que sufría locamente por amor. Yo no me dejaba vencer, pero el sentimiento me explotaba en las entrañas. Decidimos sentarnos en el pasto. ¡Cómo quemaba ese ardor incontenible en el corazón! En mi cabeza la duda daba vueltas: ¿Debía arriesgarme? ¿Lo que estaba haciendo era lo correcto? ¿Estaba en su derecho saberlo? Finalmente ganó el ágil pensar de mis estrategias. Le diría una mentira barata para protegerme, con una actitud cobarde y apestosa, pero llena de escudos. Así fue. Se la tragó con buenas intenciones, con todas las ganas inocentes del mundo de simplemente ayudarme a superar el problema medio cierto que usé para ocultar aquel otro. Así comenzó la historia de una tarde ya no tan fría de invierno, en la que muchas cosas se revelarían. En unos meses, todo se volvería una vivencia inútil, pendeja. Mi truco hizo efecto y las emociones cambiaron de rumbo. Pero aún me resultaba difícil sacarme una verdad de la cabeza y creerme la otra, mi propia mentira compuesta por una preocupación salvadora.

Aquella banca, nosotros en el parque, nos sentamos en ella sintiendo el viento chocando con las caras y a lo lejos un par de muchachos en su pichanga diaria, sin imaginar que existía un nosotros, perdiéndose en pasión, entre voces cada vez más semejantes a los sollozos. Con gran esfuerzo logré sonar angustiada, me embriagué en mi mentira y pronto nos hallábamos inmersos en una situación románticamente fría, frente a frente, pensando lo mismo sin querer. “La voz se te está quebrando” fue su frase repetida, totalmente cierta y retadora. No pude más, cedí con esperanzas de sacar algo bueno de la supuesta conversación (no se podría llamar a eso un simple parloteo, ni un escuchar de psicoterapeuta). Tenía la cara roja, la voz totalmente dañada, iba oscureciendo, el viento soplaba cada vez más y mis defensas disminuían.

A cuántas personas nunca les dijimos un “te quiero”. Moría de miedo, de que algún día fuese demasiado tarde, que aquellas personas nunca supieran el amor que les tenía, de lo agradecida que estaba. Pero mi peor temor en ese instante no era ese, ni tampoco resfriarme. Era decepcionarme de aquel ser que me miraba a los ojos, diciéndome que de nada servía guardar la emoción y, a la vez, alentándome indirectamente a acortar el metro que nos separaba entonces. Alzando la voz me convencía y me daba toda la razón, mirando al vacío. Fue como si algo me erizara: la lágrima salió, solitaria y salada. Cubrí mi cara, me miró dudoso y nervioso quizás. Pasó entonces lo que necesitaba. Terminamos sin saber qué decir, en algo que llamamos comúnmente abrazo. Algo incómodo pero era lo de menos. En una banca no se puede pedir mucho. Sucedió entonces que ya no éramos nosotros, sino uno solo. Se había deslizado hacia mí, quedamos juntos, llorosos, cansados ya, llenos de pasión. No dijimos nada, todo era obvio: era amor. Ya no hacía frío y el silencio hablaba por sí solo. Y entonces vimos las estrellas, él puso su cabeza en mi hombro y su brazo lleno de dudas me apretó con fuerza…

Creo que debería sentarme. No. Solo doy gracias a Dios porque me queda esta memoria. Le paso un dedo a la banca: polvo. Nadie en 20 años pudo experimentar allí sentado tanta magia, tantos sentimientos, como él y yo en aquel invierno.



23.1.11

Para toda ocasión, damas y caballeros

En muchos de mis recuerdos me encuentro sentada en una banca.
Acompañada, sola, en soledad pero acompañada de mis pensamientos, o acompañada por alguien pero sintiéndome profundamente sola.
La mayoría de veces uno se sienta a descansar, pero en otras ocasiones nos sentamos porque la persona con la que vamos caminando es lo suficientemente atractiva, amena, querida, como para compartir un asiento hecho para dos.

En una banca he reído, llorado, hablado y callado. Lo sublime es que no importa el rincón en el que haya sido la experiencia. Aquel instante que pudo parecer eterno o efímero está muy cargado, tal como el té del cual olvidamos retirar el filtrante con el cansancio matutino. Sé que varios de ustedes probablemente no recuerden qué han vivido sentados en una banca, pero para que vean que no solo se trata de un lugar para adoloridos de piernas, les narraré historias.

Historias de amor. Ya veremos que no todo en esta vida es andar demostrando cosas ni volviéndonos una mejor persona, sino también ver a nuestro alrededor, volver a mirar a quien tenemos al lado y percibirlo distinto, mirarnos a nosotros mismos para sentir con más fuerza porque es lo que necesitamos en este mundo que cada vez busca suprimir más lo esencial: disfruta lo natural, lo que viene desde adentro.