Toda banca tiene una historia:
Si los lugares hablaran, si estas cuatro paredes desde las que escribo sintieran, podrían expresar los contenidos más hermosos e impregnados de intimidad y emociones. Son los objetos usados y sitios recorridos durante los días que yacen en la base del reloj de arena. En toda vida existe un momento en el que solo queda sentarse y observar, mantener una dulce charla o descansar... por eso, toda banca tiene una historia que contar.
1.2.11
Piedra
25.1.11
Puñete
Me acababa de preguntar si estaba triste, si algo tenía, pues claro, nadie sospechaba que lo que tenía era puro sufrimiento. Y lo peor (o mejor) de todo es que sufría locamente por amor. Yo no me dejaba vencer, pero el sentimiento me explotaba en las entrañas. Decidimos sentarnos en el pasto. ¡Cómo quemaba ese ardor incontenible en el corazón! En mi cabeza la duda daba vueltas: ¿Debía arriesgarme? ¿Lo que estaba haciendo era lo correcto? ¿Estaba en su derecho saberlo? Finalmente ganó el ágil pensar de mis estrategias. Le diría una mentira barata para protegerme, con una actitud cobarde y apestosa, pero llena de escudos. Así fue. Se la tragó con buenas intenciones, con todas las ganas inocentes del mundo de simplemente ayudarme a superar el problema medio cierto que usé para ocultar aquel otro. Así comenzó la historia de una tarde ya no tan fría de invierno, en la que muchas cosas se revelarían. En unos meses, todo se volvería una vivencia inútil, pendeja. Mi truco hizo efecto y las emociones cambiaron de rumbo. Pero aún me resultaba difícil sacarme una verdad de la cabeza y creerme la otra, mi propia mentira compuesta por una preocupación salvadora.
Aquella banca, nosotros en el parque, nos sentamos en ella sintiendo el viento chocando con las caras y a lo lejos un par de muchachos en su pichanga diaria, sin imaginar que existía un nosotros, perdiéndose en pasión, entre voces cada vez más semejantes a los sollozos. Con gran esfuerzo logré sonar angustiada, me embriagué en mi mentira y pronto nos hallábamos inmersos en una situación románticamente fría, frente a frente, pensando lo mismo sin querer. “La voz se te está quebrando” fue su frase repetida, totalmente cierta y retadora. No pude más, cedí con esperanzas de sacar algo bueno de la supuesta conversación (no se podría llamar a eso un simple parloteo, ni un escuchar de psicoterapeuta). Tenía la cara roja, la voz totalmente dañada, iba oscureciendo, el viento soplaba cada vez más y mis defensas disminuían.
A cuántas personas nunca les dijimos un “te quiero”. Moría de miedo, de que algún día fuese demasiado tarde, que aquellas personas nunca supieran el amor que les tenía, de lo agradecida que estaba. Pero mi peor temor en ese instante no era ese, ni tampoco resfriarme. Era decepcionarme de aquel ser que me miraba a los ojos, diciéndome que de nada servía guardar la emoción y, a la vez, alentándome indirectamente a acortar el metro que nos separaba entonces. Alzando la voz me convencía y me daba toda la razón, mirando al vacío. Fue como si algo me erizara: la lágrima salió, solitaria y salada. Cubrí mi cara, me miró dudoso y nervioso quizás. Pasó entonces lo que necesitaba. Terminamos sin saber qué decir, en algo que llamamos comúnmente abrazo. Algo incómodo pero era lo de menos. En una banca no se puede pedir mucho. Sucedió entonces que ya no éramos nosotros, sino uno solo. Se había deslizado hacia mí, quedamos juntos, llorosos, cansados ya, llenos de pasión. No dijimos nada, todo era obvio: era amor. Ya no hacía frío y el silencio hablaba por sí solo. Y entonces vimos las estrellas, él puso su cabeza en mi hombro y su brazo lleno de dudas me apretó con fuerza…
Creo que debería sentarme. No. Solo doy gracias a Dios porque me queda esta memoria. Le paso un dedo a la banca: polvo. Nadie en 20 años pudo experimentar allí sentado tanta magia, tantos sentimientos, como él y yo en aquel invierno.